Relato incluido en "El niño pájaro"...
1
Cuando la
quietud dio paso a un silencio amortiguado por suaves ronquidos y profundas
respiraciones, algo se movió en la penumbra. Despacio, con mucho cuidado de no
despertar a nadie. Se incorporó un poco sobre el catre y contempló que todo
estaba en orden. Se destapó y se sentó un momento, pensativo, con las piernas
colgando por un lado.
Miguel contuvo el aliento al tiempo que se
deslizaba sin poder evitar el leve crujido de los muelles del colchón, y se
estremeció un instante cuando las plantas de sus pies tomaron contacto con el
frío suelo. Descalzo, caminó de puntillas entre las dos largas hileras de
camastros a izquierda y derecha de la enorme habitación, y se dirigió hacia
donde se suponía que debía estar esperándolo Rubén. Pero cuando llegó a su
cama, unas cinco camas más allá de la suya, este dormía como un bendito. Un
hilillo de saliva resbalaba de su comisura. Miguel lo observó unos segundos
sacudiendo la cabeza, lo zarandeó del brazo, suave al principio, y luego con
algo de más vehemencia en vista de que no despertaba.
Rubén abrió los ojos desorientado, y al ver
la expresión áspera en el rostro de su amigo se incorporó con brusquedad
apoyándose en los codos.
—Me ha vuelto a pasar, ¿no?... Sí, me ha
vuelto a pasar.
—¡Ssssssh, baja la voz, desgraciado! —le
susurró Miguel—. Es la última vez que te despierto. La próxima vez te dejamos
aquí.
—Tranquilo. No volverá a repetirse.
—Manda huevos que encima la idea de salir hoy
fuese tuya.
—Ya, ya, no seas tan plasta y deja de perder
más tiempo.
—Sí, porque es que además ya vamos tarde
—refunfuñó Miguel mientras volvía por donde había venido. Al llegar a su cama
abrió el pequeño arcón a los pies de esta, sacó de él su ropa de diario, se
quitó el pijama tratando de hacer el menor ruido posible y lo metió en su
lugar. Una vez vestido, colocó la almohada a lo largo de donde él debería estar
tendido y la tapó con la manta simulando la figura de alguien que duerme, como
siempre hacían.
—Venga, lentorro —le dijo a Rubén al pasar de
nuevo por su cama.
—¡Joder! No encuentro los zapatos.
—Voy a por Jorge. No tardes.
Miguel atravesó la estancia hasta llegar a la
puerta sin hoja alguna, pues las habitaciones de ellos quedaban al descubierto
comunicadas unas con otras. Atrincherado junto al quicio asomó la cabeza y miró
a un lado y a otro del pasillo que había de por medio, cerciorándose un
momento. Lo cruzó rápido y penetró en la siguiente habitación, donde otra
veintena de niños dormía.
Llegó a la cama de Jorge, casi al fondo, y lo
vio despierto, las manos entrelazadas tras la nuca y los ojos clavados en el
techo, ligeramente clareado por el resplandor lunar. Su expresión seria hizo
que una parte de sí se apiadara de él; (el suceso del pequeño Hermes había
trastornado a muchos, pero a nadie tanto como a Jorge).
El otro miró a Miguel y se destapó,
descubriendo la ropa de ese mismo día que ni siquiera se había quitado,
preparado ya desde hacía rato para la excursión nocturna. Cuando se alejaban,
tras haber colocado su almohada, Jorge giró la vista atrás, mirando una vez más
la cama contigua a la izquierda de la suya —la única vacía—, y tragó saliva. Al
llegar al pasillo se encontraron con Rubén que los esperaba, y juntos se internaron
sigilosos a través del laberinto de sombras. En el silencio, mientras avanzaban
en fila india, los sonidos del edificio, propios de cualquier casa vieja, les
llegaban de lejos como ecos de fantasmas que quisieran alertar de su huída: el
goteo de un grifo desde la cocina, el chirrido de alguna bisagra oxidada movida
por el viento o el gutural lamento de las tuberías provenientes de la sala de
calderas.
Entraron en el servicio. A la izquierda, unos
cuantos lavabos y urinarios de pared; a la derecha, varios retretes separados
por departamentos. Se dirigieron hacia el fondo y se metieron en el último
habitáculo, cerrando la puerta por dentro. Uno de ellos se subió al váter y
abrió el pestillo del tragaluz situado en la parte de pared más cercana al techo.
Y uno tras otro salieron a la noche.
Miraron el otro edificio, el de las chicas,
al otro lado de la amplia explanada, sin llegar a ver nada.
—¿Dónde se habrá metido?
Con la poca visibilidad era difícil
distinguir algo, con la mayoría de las formas sepultadas bajo un manto de
negrura.
—¡Eh, mirad, allí está! —dijo uno de ellos
señalando con el dedo.
A lo lejos, a la espalda del otro edificio,
junto a un gran olivo, la silueta de una figura humana diminuta en la distancia
les saludaba con el brazo en alto. Así pues, mirando en todas direcciones antes
de dar un paso, se dirigieron a hurtadillas hacia allí.
—Ya pensaba que no veníais —se quejó Luna
cuando se reunieron bajo la copa del viejo olivo, camuflados por las sombras a
la vista de cualquiera—. ¿Por qué habéis tardado tanto?
Miguel miró a Rubén, y este se encogió de
hombros como si la cosa no fuese con él.
—Vamos —dijo Jorge. Y se pusieron en marcha.
Atravesaron los huertecillos sembrados de
melones, patatas, tomates y zanahorias que se extendían a la espalda de los dos
edificios, y al llegar al muro se pararon un momento. Miraron hacia la derecha
donde la casa de Carmelo, el jardinero, aparecía apagada y en silencio, y tras
comprobar que no había moros en la costa saltaron el muro ayudándose unos de
otros. Unos quinientos metros más allá se internaron en un bosquecillo, dejando
atrás el orfanato, que lejos del ruidoso bullicio de las horas diurnas permanecía
sumido ahora en un sueño profundo.
Unos minutos después salieron a campo
abierto.
Y divisaron su destino a lo lejos: la antigua
mansión sobre la colina, desafiante y siniestra como la negra silueta de un
dragón durmiente recortada en el horizonte. Soplaba un viento frío que les
revolvía el pelo y la ropa. Aquel cielo encapotado parecía verter sus amenazas
sobre todo incauto que decidiese poner un pie fuera de su cama, y tal como auguraban
las señales, una fina lluvia empezó a mojar los campos y a todo ser viviente
fuera de su madriguera. Los chicos apretaron el paso, salvo Jorge, que algo más
rezagado avanzaba cabizbajo cubierto por una nube de pensamientos sombríos, lamentándose
de su mísera existencia.
Ya para cualquier niño de familia humilde la
infancia es ingrata en su mayor parte, y pese a ello con fugaces momentos
salpicados de color; para aquellos aún más pobres sin el calor de unos padres
donde ampararse, más dura si cabe, llena de grises y carente de afecto. Estaban
los orfanatos convencionales, más o menos modestos; y luego el orfanato de San
Rafael, el más mísero y destartalado de todos, cuyo director y los propios cuidadores
gobernaban con mano de hierro y los niños solían estar sometidos bajo la represión
más extrema.
Pese a su tierna edad, el muchacho era más
maduro y sensible que el resto de sus compañeros, toda esa ralea de brutos
salvajes que allí la adversidad los había reunido; puestos a comparar, más
incluso que algunos de los trabajadores del personal del centro. Con el tiempo,
hasta el más solitario acaba buscando la compañía de esos otros más parecidos a
él; fue así como se formó aquella especie de hermandad entre los cuatro chicos.
No obstante, aunque los días en San Rafael fuesen más soportables desde la
complicidad de unos amigos, seguían siendo insufribles, cargados de tensión,
gritos y peleas, y en los momentos bajos recrudecidos de melancolía, envueltos
en el trágico recuerdo de unos padres que ya no estaban, con sus difusas caras
borradas de la memoria, en el caso al menos de esos pocos afortunados que los
hubiesen conocido.
Para la sociedad, ellos sencillamente no
existían. Era como si el orfanato, a las afueras del pueblo, no existiese para
el propio pueblo. Una especie de ley no escrita impedía que los niños del
pueblo jugaran o se entremezclaran con ellos, como si aquellas madres de mirada
reprobadora y escandalizada tuvieran miedo a que sus hijos contrajeran una
extraña enfermedad por el mero contacto con estos otros, aquellos desheredados
apartados de los buenos valores y el camino recto, a menudo contemplados con
lástima y a la vez como bichos raros. En boca de algunas parroquianas
santurronas, «las malas hierbas que crecen al libre albedrío a la sombra del
gran árbol de la vida de nuestro Señor».
Aun así, cuando creemos que nadie puede estar
por debajo, siempre existe alguien peor parado en la escala de calamidades.
Cuando llegó Hermes, un chaval reservado, menudo y enclenque, la insatisfacción
y la tristeza en Jorge dieron paso a la compasión y la rabia más profundas. El
chico nuevo tenía algún tipo de rareza, era evidente, al proyectar esa imagen
tímida y avergonzada, o simplemente por el hecho de ser diferente, era objeto
de bromas pesadas y abusos constantes. Tenía once años, uno menos que Jorge y
los integrantes de su ridícula pandilla; para los chicos mayores, uno más o uno
menos a estas edades se notaba bastante. Al principio Jorge lo observaba de
lejos, a menudo testigo de burlas y maltratos, hasta que una tarde reunió el
valor de acercarse al nuevo sin importarle las posibles habladurías o el qué
dirían.
Sentado en el suelo contra una cerca de
piedra, Hermes lanzaba una moneda plateada al aire, haciéndola girar sobre sí
misma una y otra vez, arriba y abajo, arriba y abajo. Jorge se había apoyado en
la cerca a su lado, sin llegar a sentarse. «¿Qué es? ¿Puedo verla?», le había
dicho. Hermes lo había mirado con cierta reserva, temeroso de volver a ser
víctima de alguna broma, pero algo en los ojos del otro le dio confianza y
acabó entregándosela al cabo de unos segundos. Jorge había observado la moneda
en su mano, viendo extrañado las dos caras de esta como rayadas a punta de
navaja. Al preguntarle por aquello, Hermes le explicó su significado. Al parecer
se la había regalado su padre tiempo atrás, la única posesión con valor
sentimental que conservaba; al perderlo todo en la vida y acabar en un lugar
como aquel, había terminado arañando con un objeto cortante los dos lados de la
moneda hasta llegar a borrar su cara y su cruz, como dando a entender que dadas
las circunstancias no existía ya azar ninguno, buena suerte o mala, el suyo era
ya un destino marcado, maldito, sin futuro.
Cierto es que en el orfanato apenas había
cabida para la alegría, pero la angustiosa confesión y descorazonadora visión
de las cosas, viniendo de alguien más pequeño que él, que se suponía debía
estar empezando a saborear la vida, había sobrecogido a Jorge, que conmovido
por tan intensa pena trató de infundirle ánimo diciéndole que sería algo
temporal, hasta que otros padres lo adoptaran y lo liberaran de aquel entorno
para llevarlo lejos, bien lejos de allí; una esperanza en la que ni el propio
Jorge creía.
Ambos niños empezaron a coincidir y a fraguar
una amistad secreta.
Cansado de presenciar escenas vejatorias,
Jorge le habló con dureza al pequeño Hermes, diciéndole que hasta el más
insignificante de los insectos merecía respeto. El consejo pareció calar en
Hermes, que en poco tiempo, con un valor infundido hasta el momento inexistente,
empezó a plantar cara y a tratar de no dejarse pisotear por cualquier matón de
patio que se le acercara. Sin embargo, el resultado no fue el esperado por su
amigo, que visto lo visto, empezó a arrepentirse de haberlo condicionado.
Parecía que las cosas ahora fueran a peor: Hermes aparecía cada día con la cara
llena de moretones y marcas de peleas por todo el cuerpo. Para aquellos
muchachos con poco cerebro, el hecho de ver una pizca de orgullo en un mocoso
les empezó a resultar irresistible, ensañándose más si cabía. Luego el propio
Jorge trató de enmendar su error pidiéndole que lo olvidara e ignorase
cualquier conflicto antes de que lo machacaran por completo, pero era tarde,
algo en Hermes había germinado de forma peligrosa: la dignidad.
Al principio había empezado defendiéndose más
por contentar a su amigo que por convencimiento propio; más tarde fue distinto,
como si una parte de sí se negara a callar por más tiempo. Una idea muy
concreta jamás revelada a nadie le servía de consuelo, alentándolo a resistir
los embates del día a día: la remota posibilidad que le habían susurrado una
vez de ser rescatado de las garras de aquel terrible lugar. Solo y con los bolsillos
vacíos no iría muy lejos más allá de aquellos muros, pero con unos nuevos padres
todo sería distinto, como volver a nacer.
Sea como fuera, la vida en el centro para el
niño era amarga; con un nuevo rincón en sus pensamientos para la esperanza,
pero también más dura que nunca, con momentos muy cruciales en los cuales
terminaba derrumbándose y llorando a escondidas.
Cierto día un encuentro nefasto tuvo lugar
entre dos personas que no debían haberse cruzado, pues ambas venían con la
tensión al límite a punto de romperse o de romper al que se pusiera por
delante. El tropiezo más inoportuno en el momento más inoportuno.
Venía Cornelia caminando por un pasillo, la
más odiada y temida de las cuidadoras de San Rafael; una mujer poco agraciada,
achaparrada y sin pescuezo, de mirada aguileña y carácter dictatorial a la que
todos los niños, pequeños y mayores, trataban de evitar a toda costa. Un mal la
poseía desde hacía tiempo, convirtiéndola en el ser más intratable, el más
desgraciado; todo el mundo sabía que Carmelo, su marido, el jardinero y
chapuzas del centro a tiempo parcial, mantenía un romance con la distinguida
doña Úrsula, la profesora, un secreto a voces del que nadie se atrevía a comentar
en voz alta. La propia Cornelia, haciendo de tripas corazón, se obligaba a cerrar
el pico y a girar la vista hacia otro lado; Úrsula, su mayor castigo en esta
vida, era la mujer del director, el único desconocedor de tal historia. A ojos
de este, déspota y orgulloso, Carmelo no era más que una sombra, un don nadie,
un pobre diablo del que jamás hubiese sospechado. Sabía que si tal escándalo
salía a la luz y el director se enteraba que se la estaban pegando, los únicos
malparados serían ella y el pedazo de alcornoque de su marido, de patitas en la
calle en menos que canta un gallo. En aquella época de hambre y miseria, la
recia mujer, medio analfabeta y de familia campesina, conocía de sobra las
penurias del mundo y lo que les había costado llegar adonde estaban; en esta
ocasión, el estómago lleno pesaba más que la humillación y la rabia.
De todas formas, aquel día los mil demonios
la poseían. La noche anterior había tenido una de esas broncas monumentales con
su marido y, para colmo esa misma mañana, no hacía ni cinco minutos, se había
topado con ella. Aprovechando la
casualidad del momento Úrsula le había pedido un recado, al ver cómo la otra la
miraba sin moverse del sitio le había preguntado en tono frívolo: «¿Pasa algo,
Cornelia? ¿Deseas decirme algo?». Mala puta…,
había mascullado Cornelia en su mente, para, al cabo de unos segundos, acabar
diciendo: «No, señora. Nada».
No fue hasta minutos después, al torcer una
esquina y chocar con el pequeño Hermes, que venía a la carrera, cuando se montó
la desagradable trifulca. Los dos cayeron junto con el búcaro que ella traía en
las manos, que se hizo trizas contra el suelo, como el límite de su paciencia.
—¡Pequeño bastardo! —gruñó Cornelia con las
mandíbulas apretadas, incorporándose deprisa para agarrar al niño. Hermes se
levantó de un salto, aunque no lo bastante rápido como le hubiese gustado.
—¡Suéltame, vieja gorda! —estalló el
chiquillo cuando ella le aferró del brazo. La ira y el odio también lo
consumían, pues no hacía ni un momento lo habían acorralado entre varios chicos
mayores y, mientras dos de ellos lo sujetaban contra el suelo, un tercero le
había orinado encima.
—¿Cómo te atreves? —exclamó Cornelia
indignada, en el fondo más ofendida por el tratamiento de “tú” en vez del
acostumbrado “usted” que por los insultos, y sin dejar de apretarle la muñeca
levantó la mano derecha en el aire al tiempo que decía por lo bajo—: ¡Mocoso
insolente, yo te enseñaré a respetar a los mayores!
—¿Vas a pegarme? —dijo Hermes desde una voz
calmada, pasando del forcejeo a una postura indolente, sin el menor atisbo de
resistencia. Su mirada se tornó fría, desafiante, tanto, que casi intimidaba
viniendo de alguien de tan solo once años—… Te compadezco. Solo eres una pobre
mujer amargada.
Cornelia, que se había quedado congelada con
la mano en el aire, bajó el brazo despacio, lo soltó un momento y retrocedió un
paso, contemplándolo desconcertada.
—Sigue torturando a los que te rodean si te
hace sentir mejor —prosiguió Hermes desatado, sin importarle ya nada—. Eso no
cambiará el que alguien siga prefiriendo
estar entre las piernas de la otra —añadió; una expresión que había escuchado
cientos de veces a los chicos mayores en el patio que, aunque no entendía del
todo, intuía su significado.
Uno de los ojos de la mujer parpadeó un par
de veces, como si fuera ella a la que le hubiesen propinado una bofetada. A
continuación, viendo cómo el niño se marchaba despacio, deseó gritarle,
replicarle con algo, pero se había quedado sin aliento, y entonces, a varios
metros de distancia…
—Me conmueve tanta compasión, sobre todo
viniendo del bichejo más desgraciado de este viejo caserón.
Hermes se volvió y la miró durante algunos
segundos, recordando aquella frase que su padre repetía en los momentos
aciagos.
—Nada salvo la muerte es definitivo.
—¡Ja, qué frase! ¡Cuánta seguridad y
arrogancia para un renacuajo!
—El final de mis días en este cochino sitio
llegará tarde o temprano. Solo tengo que tener paciencia.
La dura Cornelia, profundamente herida, lo
observó unos instantes pareciendo adivinar sus pensamientos y de inmediato se
propuso cercenar hasta la última brizna de esperanza.
—¿Paciencia, dices? Te hará falta algo más
que eso. Un milagro, diría yo —afirmó, mirándolo por encima del hombro,
regocijándose al descubrir la sombra de la duda en los ojos de Hermes—. No
esperes a esos padres que jamás llegarán.
—¡Mientes!
—Ojalá. Solo me baso en la experiencia. En
todos mis años de servicio en esta casa jamás vi adoptar a ningún crío.
—No te creo.
—Es tu problema, no el mío. Pero si tanto
insistes, pregúntale a cualquiera de tus tontos compañeros.
Hermes se fue alejando sin volver la vista
atrás, dejándola hablando sola, sintiendo las palabras clavarse en su cabeza
como afiladas esquirlas de cristal.
—¡Reflexiona, ¿quién en su sano juicio
querría adoptar a un atajo de anormales como vosotros?! —escuchó gritar a
Cornelia en la distancia, enfurecida, consiguiendo hacerle daño en su talón de
Aquiles.
Cuando, ese mismo día, antes de caer la
noche, Hermes acudió a Jorge preguntándole por tal cuestión, este, algo
apurado, le respondió que en los años que llevaba en San Rafael, que él
supiera, no tenía constancia de ninguna adopción, pero que esto no significaba
nada, que podía deberse a razones externas como la crisis que atravesaba el
país por aquellos años y que no debía preocuparse en exceso, pues en el peor de
los casos se trataría de algo pasajero.
Algo en su amigo, no se sabe si la poca
convicción de sus palabras o lo que vio en sus ojos, hizo que Hermes guardara
silencio y no deseara indagar más. Miró con fijeza a Jorge, su único confidente
en este mundo, y se largó por donde había venido.
Al día siguiente, misteriosamente, Hermes
desapareció.
Durante ese día y los venideros estuvieron
buscándolo sin éxito. Tres días después, Carmelo el jardinero lo encontró por
las inmediaciones entre el orfanato y el pueblo, justo en una antigua ermita
medio derruida largo tiempo atrás abandonada. Sobre un charco sangriento, su
cuerpo menudo y enjuto fue hallado a los pies del viejo campanario. Cuando la
noticia se extendió por todo el orfanato, a nadie salvo a Jorge —el único al
tanto de la conversación mantenida entre el niño y la mujer— se le pasó la idea
de suicidio por la cabeza. Al ser una zona peligrosa en la que les tenían
prohibido jugar el suceso fue tomado por un trágico accidente, un desafortunado
resbalón desde lo alto del torreón en ruinas. En un intento por exonerar el
profundo sentimiento de culpabilidad, la propia Cornelia casi se convenció de
ello dando por zanjado el asunto, desestimando de forma sistemática la
posibilidad de suicidio en un niño de tan corta edad.
Colocaron al pequeño Hermes sobre la cama de
un viejo cuarto de huéspedes, envuelto hasta el cuello en una sábana blanca.
Los que quisieron, grandes y pequeños,
visitaron la sala en una lenta y circunspecta procesión, la mayoría atraídos
más que nada por el morbo de ver a ese niño muerto que todos más o menos
conocían pero solo de vista. Cuando el velatorio fue tocando su fin y la
habitación quedó vacía, a escasas horas del alba y el correspondiente funeral,
Jorge entró con timidez, estuvo contemplándolo un rato y eso fue todo. Bruja…, pensó mientras visualizaba la
imagen de Cornelia en su mente, pero luego llegó a la desoladora conclusión de
que nadie en verdad era culpable de algo; de algún modo llegó a intuir que su
futuro, o no futuro, había estado ya predestinado desde tiempo atrás. Porque,
¿qué les podía quedar a los chicos como ellos?
No lloró ni dijo nada, ni siquiera cuando
abandonó el cuarto, solo sintió odio. Un odio que creía ya adormecido y que
aumentó en intensidad, no hacia algo o alguien en concreto, sino hacia el mundo
en general, ese mundo perverso, cruel y amoral que permitía tanto sufrimiento.
—¡Jorge! —lo llamó Luna al tiempo que se le
acercaba, haciéndose oír bajo la lluvia. Miguel y Rubén, más adelantados, lo
observaban en la distancia mientras se intercambiaban miradas de soslayo.
Jorge la miró un momento saliendo de su limbo
mental, y volvió a fijar los ojos en la moneda plateada que se mojaba sobre su
palma, la misma rayada por sus dos caras que una semana antes había sustraído
de su amigo la noche antes de que lo enterraran. No hay futuro, pensó, antes de guardársela en un bolsillo.
—¿Estás bien? —le preguntó la chica cuando
llegó hasta él.
Jorge asintió con la cabeza, y juntos
retomaron la marcha.
Llegar a pie desde el orfanato a la vieja
mansión victoriana era toda una excursión a través del campo. Cuando llegaron,
empapados y tiritando, tras la pesada subida a la colina, se colaron dentro a
través de la abertura secreta que solo ellos conocían y se reunieron en la sala
de estar, en el piso de arriba. Siglos atrás, la vivienda había sido restaurada
y transformada en palacete por un célebre aristócrata de la época, que durante
varias generaciones la había convertido en lugar de cónclaves y fiestas de alta
sociedad donde acontecimientos importantes habían tenido lugar. Abandonada
desde tiempo inmemorial para las gentes de la zona, ahora no era más que un
cascarón destartalado y olvidado cuyos orígenes se desconocían, pues ya se
erigía en lo alto de aquel punto estratégico antes de que las primeras aldeas
comenzaran su perezoso despertar, colindantes y dispersas como rebaños de
ovejas en la lejanía. Dada la superchería de los pueblos se le habían acabado
atribuyendo leyendas urbanas, temida por los jóvenes, respetada por los más
ancianos, quienes aseguraban que una antigua maldición pesaba sobre ella.
Por dentro el lugar era lúgubre, con sus
habitaciones desiertas y sus pasillos sombríos, llenos de cuadros con pinturas
ennegrecidas y mohosas por la humedad y el deterioro, sus paredes con el
empapelado caído a trozos, sus lámparas revestidas de telarañas y sus gruesas
cortinas de brocado polvorientas y raídas. Sin embargo, para ellos tenía algo
que no sabían expresar, lo sentían suyo, un secreto compartido del que solo los
cuatro eran partícipes. Tal como ellos lo veían, los otros niños del orfanato,
menos sensibles tal vez, con sus talantes escandalosos y su humor pesado, jamás
lo entenderían, puede que terminando de destrozar la magia de aquella especie
de bastión alejado del mundanal ruido, aquella especie de isla exótica en mitad
de un océano oscuro a la que iban a refugiarse cuando el desánimo pesaba por
encima de todas las cosas, un rincón clandestino donde liberar tensiones y, por
unas horas, olvidar la realidad de sus opresivas y grises vidas.
—¿Trajiste el mechero?
—Aquí está —dijo Rubén, sacándoselo del
bolsillo.
En una esquina de la habitación había una
buena provisión de madera amontonada —recogida y almacenada por ellos mismos
meses atrás, cuando, durante aburridas tardes de otoño, se habían dedicado a
matar el tiempo con aquella especie de distracción en el bosquecillo de más
allá—. Cogieron unas cuantas ramitas y un par de leños y los colocaron en la chimenea.
Mientras Miguel y Rubén trataban de encender un fuego, Jorge se aproximó a una
de las ventanas y miró a través de ella con la mirada perdida en la negrura; allí
donde a cualquier hora de luz diurna, desde esta posición privilegiada de la primera
planta de la mansión sobre la colina, podía divisarse todo este lado del valle,
la verde campiña extendiéndose como una vasta alfombra, las aldeas y pueblos a
la redonda y, más allá de estos, los lejanos macizos camuflados entre la niebla
y la nieve. En mitad de aquella noche tan cerrada, sin llegar a ver otra cosa
que el propio reflejo de su silueta.
Una vez avivada una candela decente la
estancia pronto se caldeó y los niños, haciéndose con unos sillones viejos, se
reunieron en torno a la chimenea confortando sus calados huesos.
Algunas tardes solían dejarse caer por la
antigua mansión, corriendo por sus grandiosas habitaciones en ruinas,
perdiéndose por sus pasillos llenos de cuadros cuyos personajes pintados
parecían espiarlos desde la bruma de otra época remota, subiendo y bajando
escaleras bajo aquellos altos techos ornamentados de forma suntuosa, jugando al
escondite o inventando nuevas formas de entretenimiento. Esta noche el ambiente
era meditabundo y apagado, todos permanecían en silencio y sin apenas ganas de
nada, tan solo sentirse tranquilos en su rincón favorito. Los cuatro pensaban
en el maldito suceso de la semana anterior, las últimas circunstancias y en general
la triste vida en el orfanato, pero ninguno dijo nada, hipnotizados por las
danzantes llamas y el crepitar de los ramajos.
En un momento dado, Luna se dirigió a una de
las estanterías y cogió un libro.
De cuando en cuando tenían sesiones de
lectura, en donde ella —la única que sabía leer con suficiente fluidez y
soltura— les leía pasajes mientras los otros viajaban a través de sus palabras
por mundos y horizontes lejanos. Eran momentos destinados a la más pura
evasión, cuando el desaliento y la amargura eran profundos y, por un rato,
echaban mano de una de las herramientas más valiosas: la imaginación. Durante
un tiempo habían fantaseado con distintas historias, viviendo las aventuras y
desventuras de diversos personajes, sin embargo, era el protagonista de esta
nueva trama por el que sentían especial simpatía y, en cierto modo, hasta se
identificaban: un tipo cuyo aciago destino lo lleva a la reclusión en una
prisión. También el libro hablaba de conceptos tan antiguos como la «venganza»
o la «justicia», planteamientos que, en especial para Jorge, dado su amargor
cada vez más arraigado en su persona, eran acogidos con sumo deleite.
La niña volvió a su asiento y abrió el libro
por el doblez que dejó en la esquina de la página donde se quedaron la última vez.
Era una vieja edición de El conde de Montecristo,
la encuadernación agrietada y las páginas amarronadas, algunas incluso despegadas.
Como siempre en estas sesiones, siguiendo el ritual acostumbrado, los niños se
acomodaron en sus mullidos sillones y cerraron los ojos, dispuestos a
sumergirse en ese algo del que por unos minutos todos formaban parte.
Con la única luz de la candela, Luna empezó a
leer por donde tocaba.
Fuera, tras las pétreas paredes, la noche
azotaba los árboles con su viento invernal y el grave fragor de los truenos
resonaba en la negrura del valle. La lluvia embestía ahora con más violencia
contra los cristales de los alargados ventanales; a cada poco, la penumbrosa
habitación se iluminaba por completo con cada relámpago. La tormenta no había
hecho más que empezar y, desde luego, no tenía pinta de marcharse por un buen
rato.
Minutos más tarde Jorge ya no escuchaba las
palabras, que desfilaban por su mente como el crepitar de las ascuas o el
retumbar de los truenos, sonidos con lenguaje cifrado. Sus pensamientos se
deslizaban ajenos a todo, como si subieran por el conducto de la chimenea para,
al igual que una columna de humo, volar alto.
Llévame, llévame
lejos de aquí…
suplicó el niño mentalmente mientras, de forma inconsciente, frotaba la moneda
que llevaba consigo con las yemas de los dedos. No creía en ningún dios —su
mísera existencia no le permitía semejante lujo—, por lo que no se sabe a quién
le imploraba. Puede que a la propia tormenta.
Cuando, una hora después, Luna terminó la lectura de aquella noche,
haciéndole una marca a la página antes de cerrar el libro, la sorpresa de los
muchachos fue inmediata, que al abrir los ojos y regresar a la realidad vieron
con inquietud que uno de los sillones estaba vacío.
Buscaron al chaval por toda la mansión,
revolviendo cada habitación y cada rincón sin encontrarlo en ningún momento. La
falta de luz dificultaba la tarea así que, habiendo escampado, decidieron
regresar a la seguridad de sus camas en el orfanato antes de que los echaran en
falta y los descubrieran. El castigo por una escapada de semejante calibre en
mitad de la noche podía ser monumental, digno de ser recordado en los anales de
los malos recuerdos.
Un rato más tarde llegaron de puntillas y, al
contrario de lo que pensaron durante el camino de regreso, ninguna de las
predicciones e hipótesis se cumplieron: al ver la cama de Jorge vacía la alarma
y el miedo se hicieron presa de ellos. Nerviosos e impotentes, sin nada que pudieran
hacer, acordaron buscarlo al día siguiente con el sol fuera.
Llegó el día siguiente, y en un rato de horas
libres por la tarde fueron a la antigua mansión sobre la colina en busca de su
amigo, alguno de ellos poniéndose en lo peor, esperando encontrárselo muerto en
alguna de sus habitaciones. Pero nunca encontraron siquiera un cuerpo; buscaron
incansables sin éxito ninguno, y siguieron buscando en el exterior, por las
inmediaciones. Llegó ese momento en el que la búsqueda se dio por finalizada,
fue entonces, retornando tristes para llegar a tiempo a la hora de la cena,
cuando algo en cada uno de ellos cambió para siempre.
Esa misma noche cuando el personal del
orfanato reparó en la ausencia del niño se armó otro revuelo, pero los tres
niños guardaron el secreto para siempre. Eso sí, nunca más volvieron a subir a
la mansión, el miedo se apoderó de ellos, que, al igual que las leyendas
pueblerinas que circulaban por la zona, acabaron tomándola por un lugar maldito,
embrujado, pensando que el alma de su amigo andaría transitando entre aquellas
viejas paredes. Pero de nuevo se equivocaban, pues nada quedaba ya allí salvo
polvo y recuerdos.
2
Jorge abrió los ojos, y la ensordecedora multitud enmudeció de repente
guardando un silencio respetuoso, observándolo con desmedida curiosidad. Se descubrió
sentado en una especie de esperpéntico trono hecho a base de cráneos, gruesas
ramas de árbol y pieles de cualquiera sabe qué tipo de animal (seguramente uno
que se arrastrara), y contempló boquiabierto a la ingente masa de extraños
hombrecillos que, desde mil y un rincones, lo miraban a su vez con una atención
descarada.
Estos, de apariencia arisca y salvaje, o lo
que es lo mismo, incivilizada, eran feos y pequeños —algo más de un hueso fémur
adulto de estatura—; sus flacos bracitos eran alargados y los dedos de sus
manos huesudas en forma de garras; orejas puntiagudas, narices grandes y
aguileñas y negrura brillante por ojos, como la que se instala en los de los
tiburones cuando perciben el olor de la sangre; sus pellejos eran secos, de un
sucio verdoso, y muchos de ellos con granos y eccemas, pero sobre todo
cicatrices, las huellas de su violenta naturaleza; y se mostraban semidesnudos,
ataviados con taparrabos o chalequillos andrajosos.
La estancia era enorme, con las paredes de
piedra y el alto techo abovedado; en ella, el ejército de goblins al completo
estaba reunido. De modales y normas de conducta no entendían, pero familiares
eran un rato, gustando de estar juntos siempre que podían.
—Qué alegría tenerle entre nozotroz, mi Amo,
llega en el momento oportuno —dijo el que parecía el líder de aquella manada
embrutecida, el goblin de piel más oscura y mirada más viva y peligrosa. Su voz
era rasposa y, en ese momento, servil—. Extinguidoz ya todo nueztro orgullo y
coraje, antaño reconocidoz por medio mundo dezde aquí, Cañón del Loco, hazta
máz allá de Máreg, atravezando laz Tierraz Negraz, nueztro linaje empieza a
pazar por zerioz aprietoz.
Algunos, impacientes y entusiasmados, se
adelantaron a explicar lo que este ya intentaba.
—¡Zilencio! ¡Zilencio he dicho, miz dezpreciables
y vulgarez amigoz! —los mandó callar el primero, para continuar de nuevo—: Como
le decía, rezulta que…
—Zí, ez una vergüenza —saltó otro subiendo
los pocos peldaños a los pies del trono—, ezoz perroz noz pizan terreno por día
que paza.
Oshu, el líder de los goblins, o Iguana, como
sus más de confianza le llamaban, sacó su daga del cinto y, en un abrir y
cerrar de ojos, le abrió un tajo a la altura del estómago a este último. La
criatura profirió un berrido, retorciéndose y vaciando sus negros fluidos sobre
el suelo hasta caer muerta.
—Dizculpa la falta de rezpeto, Amo, también
yo odio laz interrupcionez —expresó Oshu desde una sonrisa llena de colmillos,
mientras unos cuantos goblins recogían al fiambre para acabar tirándolo por una
de las ventanas.
Lejos de asustarse el niño se sonrió por
dentro, encantado de convertirse en el centro de tan singulares atenciones. Y
escuchó lleno de curiosidad más detalles sobre aquel sórdido y extraño entorno
que parecía prometer oleadas de diversión. De forma algo desordenada y a la
ligera —tampoco es que pudiera pedírseles demasiado a estos seres—, enseguida
lo pusieron al día sobre lo más básico que debía saberse.
En Mundoabismo, como se le conocía a este…
¿mundo?, de entre las muchas ramificaciones posibles existían cinco clanes
principales de goblins, además de otras criaturas y bestias que campaban a sus
anchas por las tierras septentrionales, meridionales y orientales. Estos eran
el Clan del Cuerno, de pieles grises o marrón oscuro; el Clan Tajobuche, los
goblins más corpulentos y de mayor estatura; el Clan de Drogg, cuyos seguidores,
llenos de perforaciones y tatuajes tribales en sus cuerpos, idolatraban a su viejo
líder como a una especie de semidiós; el Clan de los Desangradores, cuyo
estandarte exhibía la marca de una mano ensangrentada sobre un fondo negro; y
el Clan de la Ofrenda, del que se decía que, una vez cada cien años, sus
chamanes más ancianos invocaban mediante un ritual arcano a un guerrero venido
de otro mundo para ayudarlos en su causa, clan que, en aquel momento, atestaba
la estancia frente a la mirada concentrada de Jorge.
Cada clan tenía sus particularidades y sus
diferencias —este por ejemplo era el más débil y el de menor número—, pero en
general todos tenían algo en común por encima de todas las cosas: su espíritu
belicoso, las ansias desmedidas de infundir respeto a través del miedo y
combatir al vecino.
Cuando terminaron las explicaciones todos
guardaron silencio a la espera de esas instrucciones a seguir del Amo, algún
consejo o recomendación. El niño se limitó a mirarlos, dejando correr los
segundos —doblemente insoportables para aquellas mentes inquietas—, y tras un
eterno minuto una sonrisa henchida de satisfacción resplandeció en su rostro.
Solo una palabra afloró de su boca:
—Guerra.
Durante algunos segundos más nadie dijo nada,
asimilando el mensaje —aquello no sonaba a las escaramuzas acostumbradas con el
vecino, ni a batallas de una tarde para regresar a la noche con las caras
llenas de cortes, medio desdentados y con las orejas mordisqueadas; no, aquello
sonaba a lo que pretendía sonar: la Guerra, en letras mayúsculas, contra el
resto de los clanes—. Como ya se ha mencionado, eran el clan más escaso en
recursos, el de más inferioridad numérica, pero no pareció importarles, pues
todos alzaron los brazos y brincaron de júbilo al unísono, dándose apretones de
manos, chocándose las cabezas o lanzándose los unos contra los otros. Jorge
contempló la algarabía desde su lugar de honor, viendo cómo algunos trepaban
hasta el techo y se balanceaban colgando de la lámpara de araña mientras otros
salían de algún arcón o barril medio dormidos, preguntándose qué ocurría, o
cómo manteaban a algún que otro compañero entre juegos y bromas, al tiempo que
taburetes, jarras de madera y todo tipo de utensilios volaban por los aires.
Algo más tarde, en un ambiente más solemne, le colocaron una capa
negra, sucia y raída, considerada para ellos como un símbolo de divinidad, y
tras la correspondiente liturgia los mil y pico goblins abandonaron el castillo
con Jorge a la cabeza para dar un paseo y enseñarle las tierras al Amo; una
mera excusa para presumir ante los enemigos y, por qué no, si se terciaba,
derramar un poco de sangre.
Cuando Jorge cruzó el portón y, más allá del
foso, descubrió el sombrío y hostil paisaje, lleno de pasos imposibles a través
de abruptas depresiones, poderosos picos negros, llanuras infinitas y densos y
profundos bosques llenos de ciénagas y criaturas de otro mundo, respiró hondo,
sonriente, y echando a caminar con el enorme séquito detrás, una voz burlona le
susurró en su cabeza:
«Cuidado donde pisas, Dorothy, esto ya no es
Kansas.»
El cielo mismo era una fantasía salida de la
imaginación de un perturbado, un oleaje de fuerzas en constante lucha.
Tras la marea de goblins la fortaleza en ruinas,
venida a menos con los siglos, quedó vacía por completo —hasta las hachas,
martillos, mazos de pinchos y cuchillos se habían llevado por si acaso—. Vacía
salvo… Bueno, salvo la presencia de dos de ellos.
En una de las cocinas subterráneas, Gumpa, el
único goblin orondo, trasteaba en la despensa.
—¿Ya ze fueron?
—Ajá —confirmó Grinsha mientras se hurgaba la
nariz, el más perezoso de los goblins y, por qué no decirlo, el más
inteligente, si se me permite incluir conceptos como «goblin» e «inteligencia»
en la misma frase.
—¿Vizte al Amo? —preguntó Gumpa, sin dejar de
revolver entre los estantes de un armario en busca de chucherías.
—Ajá.
—Claro, qué tontería, todoz eztábamoz en el
zalón. —Se rió, rascándose el trasero. Luego un gesto repentino evidenció
curiosidad en su rechoncha cara—. ¿Qué imprezión te dio?
—No zé, ez extraño.
—¿Extraño? Todoz lo zon al principio —replicó
Gumpa al tiempo que masticaba un puñado de ojos que, sin mesura, iba sacando de
un bote de cristal esmerilado para dar buena cuenta de ellos—. Pero al final
pazará lo mizmo que con loz otroz Amoz. No le doy ni una zemana de vida.
—Te equivocaz, ezte ez diferente.
—¿Y ezo por qué?
Grinsha, el más inteligente de los goblins,
permaneció pensativo.
—Tiene algo en zu mirada… No zé, como una
maldad de la que loz anteriorez eztaban dezproviztoz. —Según su experiencia
existían dos tipos de maldad: una la innata, con la que se nacía y venía
impresa en el carácter; otra la forjada a través del sufrimiento. En este caso
concreto le parecía más bien la segunda, y tampoco la llamaría maldad, sino
astucia, enojo, rabia contenida, como cierta frialdad fruto de un resentimiento
o herida emocional que desconocía. Grinsha meditó unos segundos sobre dicha
cuestión. Este, a diferencia de sus hermanos, la sola idea de combatir, sus
disputas y eternas diferencias, las batallas, las ansias de conquista y todo
ese gasto innecesario de energía le aburrían hasta el infinito y más allá;
curiosamente, la idea de desobedecer y cuestionar en secreto al líder de su manada
le parecía más divertida. En Grinsha nunca se sabía qué pesaba más, si su
espíritu anárquico y rebelde o su holgazanería—. Zabez…
—¿Qué?
—Auguro cambioz.
—Bah, tonteríaz.
—Puede zer, en cualquier cazo… Qué máz da
—zanjó Grinsha encogiéndose de hombros, y cambiando de tema le comentó al
otro—: Zi Iguana te pillara comiendo ezo te zepararía el cuello de la cabeza y
luego incluiría tuz propioz ojoz en el menú. Lo zabez, ¿no?
Gumpa, lo más parecido a una sandía deforme
con pequeños brazos y piernas, se quedó congelado, la mano metida en el bote,
la boca llena y la expresión asustada, casi viendo en su mente tan nítida
imagen. Luego repuso:
—Lo zé. La diverzión del riezgo lo merece.
—Vaya, y yo que penzaba que eraz un poco
eztúpido… Me equivocaba con lo de «un poco». No ezcatimaz en eztupidez.
Y ambos se echaron a reír a mandíbula
batiente.
En poco tiempo, el Clan de la Ofrenda comenzó a multiplicar sus
fuerzas y, bajo el mando de un nuevo Señor —una amenaza que empezó a ser
conocida por los cuatro confines como Jorgius el Oscuro por unos, y Jargen el
Sanguinario por otros—, acabó doblegando a dos de los otros clanes, haciéndose
con la mitad del imperio salvaje de Mundoabismo, algo impensable hasta el
momento y, para sorpresa de todos, el mayor acontecimiento en siglos.
3
Décadas más tarde, cuando ni siquiera el orfanato existía ya, un grupo
de niños del pueblo llegaron hasta la vieja mansión en busca de travesuras,
movidos por el morbo y las supersticiones. El sitio era temido por muchos y
motivo de historias escabrosas, como esa en la que se afirmaba que el palacete,
poseído por algún tipo de conciencia sobrenatural, había atrapado a un chico en
una ocasión, reservándoselo para su colección de almas. Otros en cambio
desechaban tales supercherías, argumentando que eran historias de viejas para
ahuyentar a los curiosos del lugar, sin embargo, eran estos mismos los que, sin
llegar a reconocerlo, evitaban merodear cerca de la colina; aquella que despuntaba
en el horizonte con su victoriana arquitectura coronando la cima.
Uno de los niños había perdido una apuesta y
como contraprestación tuvo que penetrar en la vieja mansión mientras los otros,
desde sonrisas nerviosas e intranquilas, esperaban fuera en la puerta. El trato
era que trajese algo de dentro.
Pero el tiempo pasaba y no salía. El cielo
empezaba a nublarse como una gran sombra negra que pretendiera cubrirlos y el
ambiente, a los pies de aquella larga fachada de perspectiva pesadillesca,
comenzaba a ponerlos tensos e incómodos. Alguien comentó que empezaba a hacerse
tarde, sugiriendo una retirada a tiempo pero sin llegar a expresarlo claramente
por temor a ser tachado de gallina.
Al cabo de un rato, cuando parecían más
indecisos sobre si aguantar o largarse por piernas, el chico al que esperaban
salió por fin. Los otros lo miraron intrigados como si algo en él hubiese
cambiado, y enseguida le preguntaron por el objeto. El muchacho, más serio que
cuando entró, les dijo que no había encontrado nada.
«¡Ese no era el trato!», le recriminó uno de
ellos, sintiéndose estafado por la larga espera.
«Olvídenme», les respondió este echando a
andar.
«¿Cómo es por dentro? ¿Viste algo?», preguntó
otro a su espalda.
«Solo tienen que entrar si quieren saberlo»,
dijo el chico por toda respuesta ocultando una media sonrisa, al tiempo que se
alejaba.
Aquella noche, cuando todos dormían, sacó la
extraña moneda que había encontrado, rayada por las dos caras, y la frotó entre
sus dedos sin saber por qué, sintiéndola como algo valioso. Con la cabeza sobre
la almohada sus pensamientos volvieron a aquella misteriosa estancia llena de
libros, la luz de la media tarde penetrando por sus largos ventanales y esos
cuatro sillones, colocados en torno a los restos de ceniza y hollín de una
chimenea que, testigo del pasado, prometía más historias de las que uno pudiera
imaginar.
© Juan Manuel Peñate Rodríguez 2016. Todos los derechos reservados.
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